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viernes, 4 de abril de 2008

El género como frontera

El género como frontera
por Estela Serret

La identidad es el territorio fronterizo por excelencia. Se constituye por la marca, el límite, el perfilamiento, la exclusión. Su estudio se ha producido siempre en la frontera entre disciplinas: el psicoanálisis, la antropología, la sociología, los estudios culturales.

La identidad instituye a la vez las percepciones de unicidad y de identificación; lo suyo es, pues, irremediablemente, la sensación de pertenencia fraguada gracias a las exclusiones.

De todas las identidades, la de género es paradigmática. Las mujeres encarnan entre los humanos la categoría que simboliza el margen, la frontera, y a la vez, lo que ésta excluye. En la distinción masculino/femenino leemos todas las paradojas de las identidades: La ilusión de centralidad, de certeza, de eternidad, de integralidad, de coherencia interna, es requisito de autopercepciones personales o sociales que, en los hechos, no son sino dispersas, inciertas, finitas, fragmentarias e incongruentes. En la encarnación de esta dinámica, los varones, una parte de la humanidad, asumen su particularidad como el universal: ellos son el hombre. Las mujeres actúan, así, el papel de alteridad y límite de lo cultural y de lo humano, pese a lo cual, cargan sobre sus hombros la tarea de preservar su cultura y la integridad de los hombres que las poseen.

La identidad de género, tal como la comprendemos, es justamente una percepción que se elabora en el nivel de las imágenes socialmente compartidas, organizadas por códigos que la colectividad reproduce, sanciona y acepta. Desde luego, estas imágenes, que encarnan la propia identidad de las personas, también se encuentran en un proceso de constante transformación en la medida en que los propios códigos sociales se van modificando. En un sentido amplio las identidades imaginarias deben comprenderse como el lugar de encuentro de la autopercepción y la percepción social que una persona o incluso una colectividad consigue de sí misma.

Cuando hablamos de un punto de encuentro entre ambos registros, queremos decir que la construcción social sobre lo que significa ser x o y impacta constantemente en la definición de las diversas identidades. Pero la identidad, como sabemos, no se define únicamente a partir de esta sanción colectiva, sino que en ella interviene de una manera igualmente importante la forma como los sujetos se autoperciben, recuperando ciertamente la mirada externa, pero reelaborándola a partir de su propia vivencia. El solapamiento y la intersección entre hetero y auto percepción es recuperado y actuado por los sujetos organizándose en distintos niveles de discurso, narrativamente. Los sujetos dicen de sí, como de otros, lo que son, no en una reconstrucción racional sino en la sucesión de relatos que expresan lo que se supone deben expresar. La manifestación de estos relatos cobra forma para el análisis sociológico en tanto tipificaciones; un conjunto de etiquetas, cada una de las cuales descubre uno de los múltiples pliegues que dan cuerpo a la identidad.

Lo que llamamos género, no solamente representa, en este nivel imaginario, una de las etiquetas a las que aludimos, sino que implica, sin duda, el rasgo del complejo identitario que hasta ahora sigue siendo decisivo para dar color y volumen a todos los demás rasgos que integran este conjunto.

Cuando el género describe a las identidades, cuando se inscribe en ellas, ordena prácticamente todas las demás piezas que pueden modificar la percepción social y la autopercepción del sujeto.

Si contrastamos al género con otros ordenadores de identidad, podremos ver más claramente de qué se trata. La pertenencia étnica, la nacionalidad, la raza o el credo religioso, son referentes que cambian considerablemente para el imaginario social si comparamos cómo se expresan en distintas épocas o en diversos pueblos. La singularidad del género consiste en que los rasgos socialmente atribuidos a la diferencia entre un hombre y una mujer, son extrañamente constantes y similares a lo largo de la historia, en las distintas culturas, en sociedades distantes entre sí. Y esto, cuando menos, se presta a una reflexión más profunda. Muchas referencias fundamentales han cambiado muy poco a lo largo de las épocas y difieren en lo mínimo incluso entre las sociedades más contrastantes.

¿A qué se debe este fenómeno? Bien, para comprender cabalmente por qué, a pesar de todas las diferencias internas entre sociedades humanas, las imágenes que distintos colectivos comparten acerca del significado último de ser un hombre o una mujer, han variado tan poco, debemos en principio abrir un paréntesis para explicar cómo se forjan los imaginarios de género, de dónde surgen los códigos sociales compartidos que dan origen a lo que, apareciendo como la verdad más obvia e inmediata sobre los seres humanos, es en realidad uno de los más grandes misterios de nuestra constitución: la sexualidad y la adscripción de género.

La exploración de lo simbólico, en tanto fuente de la diferencia entre géneros, nos dará las claves de esta explicación. Se entenderá este campo como el nivel de organización de la cultura que construye los referentes a los que habrán de remitirse todas las imágenes que las colectividades humanas sancionan como parte de su propia realidad. Efectivamente, en este registro, el del orden simbólico, podemos encontrar el origen de las dinámicas, prácticamente transhistóricas de interacción entre los seres humanos a partir de lo que se imaginariza como sus géneros, sus pertenencias inmutables a una cierta naturaleza: de masculinidad o feminidad. Esto significa, que la verdad del género no surge en el imaginario, no nace en los cuerpos, por el contrario: la construcción del cuerpo y la sexualidad es un resultado del género simbólico.

La organización del sentido social que tiene lugar en el orden simbólico opera siempre de modo binario. Las parejas simbólicas están construidas de tal manera que, lejos de ser pares complementarios, cada uno de los miembros juega una función, no opuesta, sino radicalmente diferente a la del otro. Ciertamente los miembros de una pareja simbólica, cada uno de ellos, es condición de posibilidad de la existencia del otro, pero esta relación se manifiesta de un modo sumamente especial en ambos extremos de la pareja. Uno de estos miembros, (a), tiene la función de encarnar aquello que podemos significar, imaginar, constatar, ver, nombrar. En el otro, recae entonces la función de dar cuerpo a esta significación, con el costo de constituirse a sí mismo en lo opuesto de esa corporeidad, lo contrario del ser, del nombre, de lo visible. Pero el miembro b de la pareja simbólica no sólo se opone; es, a la vez, la negación y el límite –la frontera– del miembro al que da vida. Quiere decir; la alteridad radical, aquello que significa el no ser y aquello que establece el trazo fundamental que perfila los contornos del ser.

Todas las categorías que juegan la función b en una pareja simbólica, tienen la peculiaridad entonces de jugar un papel doble: de negación y de constitución a la vez. O, mejor dicho, de márgenes de la constitución. Por ello, las nociones que encarnan la posición b son, a la vez que categorías de alteridad, categorías frontera.

Al igual que otras categorías límite, como las de naturaleza, caos o sinsentido, la feminidad representa una paradoja: se trata de designar con ella lo indesignable, es decir, lo único que podemos inteligir de lo ininteligible es el vacío de sentido detrás de estos vocablos. Al mismo tiempo el territorio acotado mediante el cual se perfila lo designable, es una tierra de ninguna parte; es un territorio que expresa el no-lugar, la línea fronteriza entre el espacio cognoscible y la negación del mismo, no pertenece, por definición a ninguno de estos. Sin embargo, es el que posibilita la fundación del primero. La categoría límite, como decimos, cumple la doble función de designar la otredad, es decir, lo indesignable, y de marcar una línea que, ocupando un lugar, no puede entenderse como un lugar en sí. Por ello, la simbólica de la feminidad, como las otras que se encuentran en este caso, resulta a la vez indispensable para la intelección del orden humano y creadora de toda una conflictiva gama de sentidos que posibilitan, pero complican, la relación entre el ser humano y su entorno.

Es justamente en este nivel, como pareja simbólica, que el género encuentra su primera expresión, encarnando la dinámica de ser/alteridad/límite, en el nivel libidinal. Esto significa que la pareja simbólica masculino/femenino sintetiza y da cuenta de la preponderancia que para la construcción de los sentidos sociales tiene la simbolización de aquello relativo al orden del deseo, organizando el motor mismo de las interacciones humanas. El juego libidinal se expresa como la recurrencia de una dinámica que engarza en un mismo impulso la pasión y la muerte; el ser y la nada; el sujeto y su negación. El deseo se constituye en una fuerza motora gracias a la carencia y vuelve a ella en busca de plenitud. La simbolización de la dinámica libidinal muestra la paradójica relación entre dos factores, cuyas funciones son interdependientes y contradictorias a la vez. Si el término a se manifiesta deseante es porque previamente, en una secuencia lógica, se ha definido carente. b funciona, por tanto, como el origen de la carencia y el objeto de deseo. Si a pudiera, simbólicamente, apropiarse de b, se anularían ambos términos, que sólo existen en mutua relación.

Obsérvese que b aparece “antes” y “después” de a como término:

plenitud→deseo→objeto de deseo

Pero también como función:

castración→deseo→amenaza de perdición

La parte oscura de esta dualidad, encarnada por lo femenino, no manifiesta sin embargo solamente el hundimiento del sujeto, su negación, su pérdida, sino que da cuerpo también al perfil, a la marca que posibilita la unicidad de ese sujeto. Sin el límite, sin el signo mismo, el sujeto no es posible, ni tampoco su diferencia de la alteridad. Lo femenino, como otredad, niega al sujeto; en tanto límite, lo crea. Afirma un espacio como marca; como límite ocupa un lugar. Esta densa y paradójica multisignificación hace que en el nivel simbólico, lo femenino posea un espesor que no comparte su pareja: la masculinidad es una categoría clara, visible, central; mientras que su opuesto es, como vimos, no sólo oscuro sino creador de claridad.

El género, como referente simbólico, antecede (en secuencia lógica) al género imaginario. En las sociedades tradicionales las identidades de género se asignan a y se actúan por quienes son señalados como hombres o mujeres. La asociación para esta designación suele (no siempre ocurre así) estar dirigida a una cierta interpretación de las diferencias (y semejanzas) entre cuerpos humanos.

Las mujeres son pues aquellas personas que encarnan los contradictorios y tensos significados de la feminidad, y se llama hombres a quienes representan (histriónicamente) las nociones de lo masculino. No obstante, la deconstrucción del orden simbólico que ha sido producto de la racionalización, ha impactado severamente la traducción del binarismo simbólico de género en identidades imaginarias claramente delimitadas. Prueba de ello es la progresiva proliferación de las identidades trans.

En atención a este fenómeno, el trabajo realizado en el marco del Seminario La identidad imaginaria: sexo, género y deseo que auspicia el PUEG, tiene por objetivo enriquecer el debate sobre el proceso de construcción de la identidad de género. Para ello se ha planteado la siguiente ruta metodológica:

1) En primer término, habida cuenta de la confusa proliferación de significados que ha padecido el propio concepto género en las últimas décadas, y ante la diversificación inusitada de lo que ciertos discursos presentan como identidades de género, adquiere carácter urgente una tarea de clarificación. Para ello, se ha planteado de inicio una labor deconstructiva del concepto en cuestión, partiendo del que ha sido su uso más difundido al interior del discurso feminista, sintetizado en la fórmula que presentara Marta Lamas: “El género es la construcción cultural de la diferencia sexual”.

La deconstrucción propuesta plantea de inicio la necesidad de cuestionar el uso más frecuente del concepto de género, aplicado a calificar las identidades, por considerar que en él se confunden tres niveles distintos de análisis que es imprescindible distinguir: el nivel del género simbólico, el del género imaginario social y el del género imaginario subjetivo.

2) Desde este punto de partida teórico conceptual, muy abstracto, pasamos a revisar cómo opera el género en las identidades imaginarias subjetivas. Para hacerlo, acudimos a tres fuentes principales: a) Los propios análisis y enfoques feministas; b) La propuesta del psicoanálisis (freudiano y lacaniano) sobre la construcción de la identidad primaria; y c) Los estudios de Robert Stoller sobre la relación entre sexo y género a partir del examen de pacientes transexuales e intersexuales. Con estas herramientas, hemos procedido a la deconstrucción de este nivel de la categoría género, encontrando que en las identidades imaginarias subjetivas refiere a la compleja interacción de tres registros diferenciados; el sexo (es decir, la percepción imaginaria del propio cuerpo sexuado y de la diferencia sexual); el género (que indica el posicionamiento del sujeto frente al referente simbólico masculino/femenino, produciendo la autoadscripción imaginaria como hombre o mujer), y el deseo (que resignifica los dos elementos anteriores anclando la identidad del sujeto a una orientación erótica hacia determinados objeto y fin sexuales).

c) Contando con las fuentes anteriores, la realización de una tipología base para conducir la investigación empírica, de corte cualitativo interpretativo. Lo que se pretende en esta etapa, es realizar una serie de entrevistas en profundidad a sujetos que presenten los dos casos extremos de desvinculación entre sexo y género, a saber: i) personas transexuales; entendidas como aquellos sujetos que se autoperciben como atrapados en un cuerpo que no les pertenece por corresponder al sexo equivocado. Esta condición ha sido a menudo calificada como disforia de género, porque precisamente, se trata de sujetos que no presentan ninguna anormalidad comprobable en su biología sexual y no obstante, su adscripción de género resulta contradictoria con el sexo de nacimiento. El otro extremo es el de ii) personas con anormalidades en la biología sexual (que puede ser de índole cromosomático, gonadal o genital) que sin embargo han realizado una exitosa adscripción de género. En el medio se encuentra una amplia gama de casos (intersexos con adscripción de género ambigua, trasvestis, transgéneros, homosexuales, lesbianas, bisexuales, fetichistas, etcétera) que serían revisados, si acaso, en un momento posterior de la investigación. Por ahora, estos dos extremos nos permitirán replantear la tipología de inicio para reconstruir teóricamente con mayor claridad, el proceso de construcción de las identidades de género, en el entendido de que aquél incorpora, en el sentido antes mencionado, los registros del cuerpo sexuado, la marca de género y el deseo.

*Estela Serret es Profesora-Investigadora de la UAM-Azcapotzalco. Coordinadora del Seminario La identidad imaginaria: sexo, género y deseo, PUEG, UNAM.

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